domingo, 18 de enero de 2009

Para pensar.. unicornio

Una vez vino del desierto a la gran ciudad de Sharia un hombre que era
un soñador, y no tenía nada mas que sus ropas y efectos personales.
Mientras caminaba por las calles miraba con asombro los templos,
torres y palacios, pues la ciudad de Sharia era de gran belleza. Habló
mucho con los paseantes, preguntándoles sobre su ciudad, pero ellos no
entendían su idioma, ni él el de ellos.

A medio día paró delante de una gran posada. Estaba construida de
mármol amarillo y la gente entraba y salía constantemente. "Debe ser
un lugar sagrado" se dijo así mismo y entró. Pero cual fue su sorpresa
al encontrase una sala de gran esplendor y una gran compañía de
hombres y mujeres sentadas en varias mesas. Estaban comiendo y
bebiendo mientras escuchaban a los músicas. "No" dijo el soñador, esto
no es un lugar de adoración. Debe ser una fiesta dada por el príncipe
al pueblo en celebración de algún gran acontecimiento.

En aquel momento, un hombre a quien tomó por el esclavo del príncipe,
se le aproximó y le dijo que se sentara. Fue servido con carne y vino
y con los mejores dulces. Cuando estuvo satisfecho, el soñador se
levantó para partir.

Un hombre grande le paró en la puerta, estaba magníficamente vestido
"Seguramente debe ser el mismo príncipe" dijo el soñador en su corazón
y se inclinó y le agradeció. Cuando el gran hombre habló en el idioma
de la ciudad: "Señor no has pagado tu comida", el soñador no le
entendió y volvió a agradecerle de corazón. Cuando el hombre grande
miró mas de cerca al soñador. Y vió que era un extranjero, vestido eso
sí en pobres ropas y que no tenía por lo tanto de donde pagar su
comida. El hombre golpeó sus manos y a su llamada vinieron cuatro
vigilantes de la ciudad. Cuando cogieron al soñador entre ellos
situándose dos a cada lado, el soñador les miró con placer. "Estos"
dijo, "son hombres distinguidos".

Caminaron juntos hasta la Casa de Justicia y entraron. El soñador vio
delante suyo, sentado en un trono, a un venerable hombre con gran
barba y vestido majestuosamente. Y pensó que era el rey. Y se alegro
mucho de haber sido traído ante él.

El vigilante relata al juez, que era aquel venerable hombre, el cargo
contra el soñador y el juez le asigna dos abogados, uno para presentar
el cargo y el otro para defender al extranjero. Y los abogados se
pusieron de pie, uno detrás del otro y presentaron cada uno sus
argumentos. Mas el soñador pensó que estaba escuchando su bienvenida y
su corazón se llenó de gratitud hacia el rey y el príncipe por todo lo
que estaban haciendo por él.

Así la sentencia le fue dada al soñador, a quien se le colgó en su
cuello una tableta con su crimen escrito y se le hizo atravesar la
ciudad sobre un caballo sin ensillar con un trompetista y un
tamborilero precediéndole. Los habitantes de la ciudad corrieron hacia
esta comitiva al oír el ruido y cuando vieron al soñador se rieron de
él. Y los niños corrieron detrás suyo en grupos de calle en calle. Y
el corazón del soñador estaba extasiado y su ojos brillaban al
mirarlos, pues para él, la tablilla era un signo de bendición del rey
y la procesión era en su honor.

Durante dicho recorrido, vio entre la multitud a un hombre que era del
desierto como él y su corazón se lleno de alegría y le gritó:
"Amigo! ¿Donde estamos? ¿Qué ciudad anhelada por el corazón es esta?
¿Cual es la raza de estos huéspedes pródigos que celebran al huésped
afortunado en sus palacios, cuyos príncipes son sus compañeros y cuyos
reyes ponen sobre su pecho un amuleto y le abren la hospitalidad de
una ciudad que desciende del cielo?

Y aquel que era también del desierto no le respondió. Solo sonrió y
sacudió ligeramente su cabeza. Y la procesión siguió de largo. Y el
rostro del soñador siguió transportado de alegría y sus ojos llenos de
luz.

II

Una vieja narración egipcia nos habla de un monje muy piadoso que vivía en el desierto. Este asceta ayunaba a menudo, había abrazado la más abnegada pobreza, y pasaba horas en serena contemplación y diálogo con el Señor. Mucha gente de los alrededores lo tenía por santo, y de él se decía que era el hombre que más cerca estaba de Dios.

Cierto día llegó a oídos del monje lo que la gente decía de él y, picado por la curiosidad, le preguntó a Dios:

–Dime, Señor, ¿es cierto lo que la gente dice de mí, que soy el hombre más santo y el que está más cerca de Ti?

–¿De veras quieres saberlo? ¿Por qué estás tan interesado? –le preguntó Dios.

–No es la vanidad la que me mueve a preguntarte esto –respondió el monje–, sino el deseo de aprender. Si hay alguien más santo que yo, debo convertirme en discípulo suyo para así poder acercarme más a Ti.

–En ese caso, hijo mío, encamínate hacia el sur del desierto y, llegado al primer pueblo que aparezca en el camino, pregunta por el carnicero. Él es el más santo.

El monje se sorprendió mucho con la respuesta de Dios, pues en aquella época los carniceros no gozaban precisamente de la mejor reputación, pero finalmente se puso en camino. Tras un par de días de viaje, alcanzó el pueblo y pudo conocer al carnicero. En él no encontró nada de extraordinario. Sus modales, de hecho, le parecieron algo bruscos. Además, observó con preocupación cómo miraba a las mujeres que acudían a su negocio: de una manera que a él no le pareció precisamente muy santa.

Cuando terminó de atender a la gente y se disponía a cerrar el negocio, el carnicero, sorprendido por la presencia del monje, le preguntó qué deseaba. El monje le contó lo que le había llevado a verlo, pero el carnicero no acertaba a comprender:

–Mire, Padre, yo no dudo de su palabra, pero me deja perplejo que Dios le haya dicho eso. Yo soy un gran pecador y no merezco tales alabanzas. Me equivoco tantas veces a lo largo del día... Pero, en fin, mi casa es su casa. Venga a cenar conmigo.

Cuando llegaron a la casa del carnicero, el monje fue invitado a esperar. Su anfitrión debía atender primero a un anciano que yacía sobre un viejo lecho. El asceta pudo comprobar entonces con qué cariño, paciencia y dedicación se entregaba el carnicero a aquel viejo enfermo. Y dedujo que Dios lo quería tanto por la manera tan entregada que tenía de cuidar a su padre.

–Se nota que quiere mucho usted a su viejo padre –le dijo el monje con admiración.

–¿Mi padre? ¡Oh, no! –respondió el carnicero–. Este hombre no es mi padre. Si está aquí es fruto de una larga historia, que a usted le puedo contar, porque al ser monje sabrá guardar el secreto. Este hombre era, en realidad, el mayor enemigo de mi padre. Le hizo la vida imposible y mi familia y yo tenemos la certeza de que fue el autor de su muerte, si bien nunca pudimos demostrarlo. Hacía muchos años que no aparecía por aquí, pero regresó al pueblo hace unos meses y, aunque mi primer impulso fue vengarme, al verlo tan viejo y enfermo sentí pena por él, lo acogí en mi casa y comencé a cuidarlo. Mi padre me había enseñado a perdonar siempre... y creo que tratar con amor a quien fue su verdugo es la mejor forma que tengo de hacerlo presente hoy, para que siga viviendo en mi corazón.

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